EL CAJÓN D

A raíz de la noticia del fallecimiento de una adolescente brasileña por anorexia cuando procuraba emular a las escuálidas misses que desfilan en las pasarelas de todo el mundo, y del inminente estreno en Antena 3 de un programa donde los concursantes se someten a cirugía estética para normalizar su imagen, he rememorado algunas vivencias del mes y medio que recalé en People Agency, una de las más conocidas empresas abastecedoras de modelos de Barcelona. Gemma Font, hermana del jefe y responsable del negocio hasta que el gerente regresase de un raid por el desierto, fue quien me abrió sus puertas destinándome al departamento de bookers, encargado de gestionar los archivos y atender las demandas de los clientes. A cambio de ordenar unas cuantas fichas, se me concedía la oportunidad de iniciarme en la actividad publicitaria, no en calidad de “mileurista” (más quisiera), ni siquiera en la de “seiscientoseurista”, sino dentro de otra categoría que tarde o temprano el diario El País se verá obligado a denominar y para la que propongo la siguiente etiqueta: “Aspirantes a indigentes”. Efectivamente, mi nómina registraba un total a percibir de cero euros; no obstante, tamaña aberración quedaba disimulada en un local donde, bajo la mentira de unos atuendos esmerados y un pasteloso interiorismo, los empleados cobraban sueldos inferiores a los de un carnicero o un cajero del Burger King. Sin lugar a dudas, el único que conseguía sacarle provecho a esta maquinaria esclavista era su ausente propietario, hijo de un escritor anarquista que, preso de la tacañería, se pasaba la herencia del Mayo del 68 por el forro de las pelotas.
Tras cuatro largos años de apretar los codos y acumular desvelos, por fin veía reconocidos mis esfuerzos. Me sentía lo bastante preparado para desarrollar con éxito la labor que mis superiores me habían encomendado: clasificar unas cartulinas que contenían información personal de los clientes y que andaban esparcidas por todas partes. Cada una de ellas debía guardase en el interior de unas estanterías segregadas en grupos, hombres, mujeres y niños, unas secciones que a su vez se dividían según el año de nacimiento y en cuatro categorías distinguidas con una letra, A, B, C y D. Me puse manos a la obra y, después de reunirlas todas en un montoncito, pregunté intrigado el significado de aquellas etiquetas: “Verás”-atendió mi curiosidad un compañero de filas-“Dentro del cajón A encontrarás los mejores perfiles. La élite. Los más guapos, los más atractivos. Actores, modelos profesionales… ¿Sabes?”. Asentí mientras me rascaba la coronilla. “El B está dedicado a la gente normal, pero con un algo salvable, un no se qué, una habilidad, una pizca de gracia.” A medida que avanzaba en sus explicaciones, un insoportable picor se extendía por mi cuero cabelludo. “El C es para los feos. Los secundarios de la función, la masa mediocre, la peña que pasa desapercibida”. Irritado por el escozor que me aquejaba, le enseñé impaciente una ficha marcada con una D como si fuese un estigma en el lomo de un cochino. “Y ésta… ¿dónde va?” Un silencio áspero, con ribetes de culpa, se apoderó de la sala. “Ésa”-durante una milésima de segundo creí detectar una señal de arrepentimiento en su semblante; por supuesto, no me fijé bien-“Va en el cajón de los bichos”. Con el hormigueo craneal todavía a cuestas, bajé la mirada hasta la tarjeta. En su cara frontal había pegada una fotografía de cuerpo entero de una muchacha de unos veintipocos, engalanada con un vestido de lentejuelas, llamativa por la discreción de sus encantos, posando risueña para un book que costaba 250 euros. Quizás le sobrara una talla debido a su constitución estrecha, o quizás podía intuirse que era miope, aunque sólo quizás. “¿En serio crees que esta chica va ahí metida?”. Mi compañero de filas aprovechó que estaba aturdido para volverse sobre su silla giratoria y darme la espalda. “Jose, te conformas con muy poco”. Entonces me di cuenta que, sin querer, me había lastimado con una uña y que sangraba por la cabeza a través de una herida. Me convenía tranquilizarme, no fuera a ser que también me expulsaran del canon y me encerraran en la parada de los monstruos.
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