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MIYAGUI UMBRAL

MIYAGUI UMBRAL

He prolongado mi infancia a lo largo de toda la vida, he salvado mi sueño y por eso mi vida no se ha perdido ni se ha frustrado.

MORTAL Y ROSA Francisco Umbral

Llegué a él como se llega a los intelectuales en la actual sociedad del espectáculo, es decir, a través de la imagen de freakie que transmitió a miles de espectadores el programa que conducía en Antena 3 hace más de una década Mercedes Milá, antes de que la periodista cambiara de registro con proyectos de interés sociológico dedicados al estudio de antropoides enclaustrados que distraen las horas haciendo pipí y popó. Llegué a él, o a su encarnadura, a través de las burlas del público, de los tertulianos desconcertados y de la antológica proclama “Vengo a hablar de mi libro” (disponible también en You Tube) cuando lo que, en realidad, era una vindicación del autor literario frente a la boyante televisión basura y la masa ignorante: “Confunden los títulos de todos mis libros y sólo quieren que reincida uno en sus propios tópicos”. Llegué a él a través de su apariencia excéntrica, de su voz engolada y de sus gafas de miope exagerado, que juzgué similares a las del señor Barragán, aquel humorista de No te rías que es peor disfrazado con harapos de vagabundo, cuando en el panorama de los medios aún no se había erradicado a los señores de aspecto anómalo y desagradable a cambio de rellenar la programación de cuerpos desnudos y esculturales. Pero a su máscara, su otro yo, que fue destilando minuciosamente a lo largo de toda su obra, llegué a través de los columnistas del diario ABC, publicación que ejerció de anzuelo para iniciarme en el mundo de la lectura, y que, pese a su filiación monárquica y de derechas, incluía entre sus citas a Mortal y Rosa. Durante mi etapa de universitario en Barcelona, cuando la vida, prodigiosamente, se ensanchaba a un ritmo frenético de novedades y descubrimientos, decidí comprarme un ejemplar en una librería del Paseo de Gracia que, al cabo de un mes, acabaría repleto de notas y subrayados. En la penumbra íntima de mi cuarto en un piso compartido, en los interminables trayectos en tren hacia la facultad o en las subterráneas apreturas del metro, leí sus párrafos con voracidad, con esa voracidad única del estudiante ávido de conocimiento auténtico y no del saber burocratizado para autómatas que se imparte en las aulas, y durante el tiempo que duró esta inmersión, el libro eclipsó cuantos asuntos llevara entre manos, las clases, las asignaturas, los seminarios a los que me inscribía para quitarme créditos. Más tarde, con el transcurso de los años, y tras asomarme a otras publicaciones suyas como Un ser de lejanías, El hijo de Greta Garbo, Amar en Madrid, etc., descubriría yo que el escritor se había adelantado y ya había dado nombre a ésta y a otras muchas inquietudes: “(…) mientras entre todo aquel saber inútil y nocturno, heterogéneo y atardecido, se me perdía más y más mi imagen, mi persona, mi perfil, mi deseo de sublimidad, mi necesidad de sentirme entero, neto, implacable y definitivo”. Curiosamente, su faceta de articulista es la que más desconozco, que es la que los críticos señalan como su especialidad, aunque siempre me he apercibido de la reverberación del género periodístico en sus trabajos literarios.

Recibí la noticia hace dos semanas, mientras me encontraba en Marbella por razones laborales, con el marcapáginas situado hacia la mitad de Las Ninfas. Ahora puedo decirlo. Umbral, como Miyagui para el personaje de Daniel Sam en Karate Kid, es mi sensei literario, maestro de las técnicas del lenguaje, cinturón negro de las artes y las letras.

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