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MÁS EXTRAÑO QUE LA FICCIÓN

MÁS EXTRAÑO QUE LA FICCIÓN

A través de los informativos, entre noticias de mujeres asesinadas por sus ex parejas y de extinciones de incendios, he visto fragmentos de la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín y he de reconocer que me ha parecido increíble, colosal, desmesurado, el despliegue de medios, figurantes y coreografía que el país asiático ha realizado para conmemorar el evento. A través de la prensa me he enterado que el responsable de la puesta en escena del espectáculo ha sido el director de cine Zhang Yimou, más conocido entre el gran público por los títulos de la etapa más fastuosa de su filmografía, Hero (2002), La casa de las dagas voladoras (2004) y La maldición de la flor dorada (2006). Aunque me congratulo por la elección de un cineasta de reconocido prestigio mundial como Yimou para hacerse cargo de un acto de tamaña envergadura, no deja de resultarme curioso cómo un artista vetado en los comienzos de su carrera por el régimen comunista chino (Semilla de Crisantemo (1990) y La Linterna Roja (1991) fueron prohibidas en su país) ha pasado a convertirse, tras una vorágine de olvido e incoherencias, en el artista de cabecera de esta China neocapitalista que se pasa los derechos humanos por el forro de las pelotas. No le reprocho nada a Yimou. Supongo que es ley de vida y que una evolución parecida han llevado otros directores de cine como Almodóvar, que ha pasado de retratar los ambientes mostrencos de la movida madrileña a organizar el Baile de la Rosa para la Familia Real de Mónaco; o George Lucas, que ha pasado de ponerse de lado de los rebeldes en su lucha contra el Imperio en la primera trilogía de la saga de Star Wars a defender el Imperio contra los ataques de los rebeldes en la segunda, cara y peor, trilogía. Para explicar estos cambios radicales, estos repentinos lavados de cara, ya encuentro respuestas. Salvo en casos donde ha intervenido un firme compromiso político (y aún así Godard trabajó para una agencia de publicidad durante su época de activismo más radical), a los artistas tampoco les ha importado demasiado quién fuera el mecenas o quién financiara sus nuevos proyectos, siempre y cuando pudieran dar rienda suelta a su talento, más allá de las estériles trifulcas ideológicas y de las infinitas mutaciones del sistema económico. Los creadores somos unos impostores, lo sé. He paseado por la trastienda de la creatividad, donde habita la verdad, la libertad y la locura; en cierto modo, me he educado entre bambalinas y he aprendido a fingir. La única cuestión que tengo sin resolver es, ¿qué pensará Yimou, ahora coordinador de macro shows de audiencia global, pero también autor de cintas pequeñas, como ¡Vivir! (1994) o El camino a casa (1999), donde hacía gala de una sensibilidad especial, me da igual que fuera impostada o no, de las catástrofes sociales que están aconteciendo a su alrededor y que a nosotros nos llegan a través de los noticieros?

 

Ayer además salió a la luz la noticia de que la niña que interpretó la Oda a la Madre Patria durante la ceremonia de inauguración de los Juegos Olímpicos de Pekín lo hizo en playback, porque los organizadores consideraron que la verdadera cantante no era lo bastante guapa. Me da la impresión que Yimou, como China, están inmersos en una sucesión caótica de transformaciones que, sobre todo, está afectando a su sistema de valores. ¿Hubiera el director chino reemplazado los mofletes enrojecidos por el esfuerzo de la protagonista femenina de Ni uno menos (1999) por los de otra chica más acorde a los dictados de la moda? ¿O por los de una actriz que se hubiera tratado la cara con botox? La estética de la película hubiera ganado, pero desgraciadamente habría perdido verdad.

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